jueves, 16 de octubre de 2025

Transición entre promesas y confrontaciones

Por Wens Silvestre

La última sucesión constitucional devuelve a nuestro país a un punto ya conocido: legitimidad de origen suficiente para gobernar, pero legitimidad de desempeño aún por construir. El gabinete encabezado por Ernesto Álvarez se presenta como “de transición y reconciliación”, aunque su coherencia interna dependerá de si la conducción política modera el tono y ordena prioridades en tres frentes que se cruzan esta semana: la calle (protesta del 15 de octubre), el Congreso (donde se define la gobernabilidad efectiva) y la economía (sensibilidad de ingresos y empleos a cualquier shock de incertidumbre).

El elenco ministerial confirma una apuesta tecnocrática: perfiles con experiencia en cargos medios -viceministerios, direcciones, asesorías- capaces de ejecutar procesos y destrabar expedientes. Eso acorta la curva de aprendizaje y reduce el riesgo de escándalos, pero trae dos límites: baja densidad política para negociar con bancadas y regiones, y vocerías frágiles ante la conflictividad social. El nodo es la PCM: Álvarez llega con capital jurídico, pero con un marco discursivo sobre la protesta que, si no se corrige, contamina la promesa de reconciliación.

Lo que dejó el 15 de octubre confirma ese dilema. La movilización convocada por colectivos juveniles derivó en choques en el Centro de Lima con un saldo de un fallecido --identificado como Eduardo Ruiz, de 32 años- y decenas de heridos; los reportes oscilan entre 80 y 89 policías lesionados y 20 o más civiles, además de periodistas heridos y detenidos. La Fiscalía abrió investigación por muerte causada por arma de fuego; el Ejecutivo lamentó el deceso y habló de “infiltración de delincuentes”, mientras la Defensoría y medios internacionales registraron un uso intensivo de gases y proyectiles durante los enfrentamientos cerca del Congreso. El cuadro es nítido: la protesta no fue un mero “acto subversivo”, pero tampoco un día sin violencia; fue, sobre todo, un test fallido de gestión del conflicto por parte del Estado.

Las consecuencias de corto plazo son previsibles y exigentes. Primero, estándares: el Gobierno queda obligado a publicar protocolos de uso de la fuerza, partes diarios y rutas de investigación sobre el deceso, con monitoreo de la Defensoría y acceso a peritajes independientes.  Segundo, el Congreso cumplió su rol de control invitando al ministro del Interior y este acudió hoy, jueves 16 de octubre, al mediodía, para informar sobre los hechos del 15/10. No obstante, el debate no exigió un deslinde explícito frente a la estigmatización de la protesta -instalada desde la PCM- y terminó enfatizando casi exclusivamente la victimización de un solo lado (lesionados PNP), dejando en segundo plano el derecho a la protesta, los estándares de uso de la fuerza y la investigación independiente y con plazos por la muerte reportada. Ese encuadre erosiona la promesa de ‘reconciliación’ del Ejecutivo y vacía de contenido la función garantista del Congreso. Tercero, economía política: los ministerios “operativos” verán ralentizada su agenda si la PCM insiste en un registro punitivo; sin un giro inmediato -reconocer protesta pacífica, separar violentistas, concertar con juventudes y mujeres-, la narrativa de reconciliación se vacía y la incertidumbre se encarece. 

Orden y derechos no son bienes rivales. Pensar que la única manera de recuperar confianza es elevando el umbral represivo ignora que el costo-país también sube cuando hay lesiones a derechos y crisis reputacionales. Una transición se mide por 100 días: medicinas disponibles, patrullaje efectivo, agua y saneamiento que avanzan, trámites que se acortan. El resto es agenda para el siguiente ciclo. Sin correlación en el Pleno, la gestión deriva en interpelaciones y fuego amigo; la política parlamentaria no se terceriza a voceros: la PCM debe negociar todos los días.

Las convocatorias del 15/10 no son un referéndum sobre el gobierno en su conjunto; son un termómetro de rechazo acumulado al Congreso y a la sucesión, de agendas específicas (derechos de las mujeres, juventudes, seguridad, etc.) y de la respuesta estatal. Si el gobierno diferencia con precisión entre violentistas y ciudadanía, baja la temperatura; si persevera en rótulos estigmatizantes, incentiva la escalada. El indicador clave no es el número de marchantes, sino la gestión del conflicto: cero fallecidos, cero lesiones graves, protocolos transparentes y vocería única.

A 30–90 días, el escenario base es un gabinete operativo con plan de 100 días y conflictividad intermitente si la PCM corrige el tono. El escenario de riesgo combina narrativa punitiva, nuevos incidentes y paros regionales con ventana de interpelaciones; la economía entra en modo cautela. La oportunidad exige diálogo con plataformas juveniles, de mujeres y de otros sectores afectados por la inseguridad, publicación de protocolos y entregables rápidos (medicamentos, seguridad focalizada, destrabe de 20 obras) para reposicionar la palabra “reconciliación” como política pública.

La oposición responsable debe ejercer control político firme y cauces de salida: exigir protocolos, metas y cronograma no debilita al gobierno, lo ordena. Tres líneas rojas razonables: no estigmatizar la protesta, transparencia total en intervenciones y compras, y priorizar servicios al ciudadano por encima de reformas polarizantes. Si el Ejecutivo cumple, se viabiliza su agenda básica; si incumple, interpelaciones en 30 días y recomposición de lo que no funciona.

En síntesis, este gabinete tiene capacidad operativa para una transición eficaz, pero su éxito descansa en un giro inmediato de la PCM: de la lógica de la sospecha a la gestión con reglas. El 15 de octubre dejó un costo humano y una agenda institucional: sin estándares y sin diálogo, la promesa de reconciliación se convierte en un multiplicador de conflicto.

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