Por Wens Silvestre
La
última sucesión constitucional devuelve a nuestro país a un punto ya conocido:
legitimidad de origen suficiente para gobernar, pero legitimidad de desempeño
aún por construir. El gabinete encabezado por Ernesto Álvarez se presenta como
“de transición y reconciliación”, aunque su coherencia interna dependerá de si
la conducción política modera el tono y ordena prioridades en tres frentes que
se cruzan esta semana: la calle (protesta del 15 de octubre), el Congreso
(donde se define la gobernabilidad efectiva) y la economía (sensibilidad de
ingresos y empleos a cualquier shock de incertidumbre).
El
elenco ministerial confirma una apuesta tecnocrática: perfiles con experiencia
en cargos medios -viceministerios, direcciones, asesorías- capaces de ejecutar
procesos y destrabar expedientes. Eso acorta la curva de aprendizaje y reduce
el riesgo de escándalos, pero trae dos límites: baja densidad política para
negociar con bancadas y regiones, y vocerías frágiles ante la conflictividad social.
El nodo es la PCM: Álvarez llega con capital jurídico, pero con un marco
discursivo sobre la protesta que, si no se corrige, contamina la promesa de
reconciliación.
Lo
que dejó el 15 de octubre confirma ese dilema. La movilización convocada por
colectivos juveniles derivó en choques en el Centro de Lima con un saldo de un
fallecido --identificado como Eduardo Ruiz, de 32 años- y decenas de heridos;
los reportes oscilan entre 80 y 89 policías lesionados y 20 o más civiles,
además de periodistas heridos y detenidos. La Fiscalía abrió investigación por
muerte causada por arma de fuego; el Ejecutivo lamentó el deceso y habló de “infiltración
de delincuentes”, mientras la Defensoría y medios internacionales registraron
un uso intensivo de gases y proyectiles durante los enfrentamientos cerca del
Congreso. El cuadro es nítido: la protesta no fue un mero “acto subversivo”,
pero tampoco un día sin violencia; fue, sobre todo, un test fallido de gestión
del conflicto por parte del Estado.
Orden
y derechos no son bienes rivales. Pensar que la única manera de recuperar
confianza es elevando el umbral represivo ignora que el costo-país también sube
cuando hay lesiones a derechos y crisis reputacionales. Una transición se mide
por 100 días: medicinas disponibles, patrullaje efectivo, agua y saneamiento
que avanzan, trámites que se acortan. El resto es agenda para el siguiente
ciclo. Sin correlación en el Pleno, la gestión deriva en interpelaciones y
fuego amigo; la política parlamentaria no se terceriza a voceros: la PCM debe
negociar todos los días.
Las
convocatorias del 15/10 no son un referéndum sobre el gobierno en su conjunto;
son un termómetro de rechazo acumulado al Congreso y a la sucesión, de agendas
específicas (derechos de las mujeres, juventudes, seguridad, etc.) y de la
respuesta estatal. Si el gobierno diferencia con precisión entre violentistas y
ciudadanía, baja la temperatura; si persevera en rótulos estigmatizantes,
incentiva la escalada. El indicador clave no es el número de marchantes, sino
la gestión del conflicto: cero fallecidos, cero lesiones graves, protocolos
transparentes y vocería única.
A
30–90 días, el escenario base es un gabinete operativo con plan de 100 días y
conflictividad intermitente si la PCM corrige el tono. El escenario de riesgo
combina narrativa punitiva, nuevos incidentes y paros regionales con ventana de
interpelaciones; la economía entra en modo cautela. La oportunidad exige
diálogo con plataformas juveniles, de mujeres y de otros sectores afectados por
la inseguridad, publicación de protocolos y entregables rápidos (medicamentos,
seguridad focalizada, destrabe de 20 obras) para reposicionar la palabra
“reconciliación” como política pública.
La
oposición responsable debe ejercer control político firme y cauces de salida:
exigir protocolos, metas y cronograma no debilita al gobierno, lo ordena. Tres
líneas rojas razonables: no estigmatizar la protesta, transparencia total en
intervenciones y compras, y priorizar servicios al ciudadano por encima de
reformas polarizantes. Si el Ejecutivo cumple, se viabiliza su agenda básica;
si incumple, interpelaciones en 30 días y recomposición de lo que no funciona.
En
síntesis, este gabinete tiene capacidad operativa para una transición eficaz,
pero su éxito descansa en un giro inmediato de la PCM: de la lógica de la
sospecha a la gestión con reglas. El 15 de octubre dejó un costo humano y una
agenda institucional: sin estándares y sin diálogo, la promesa de
reconciliación se convierte en un multiplicador de conflicto.
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