miércoles, 22 de octubre de 2025

Investidura sin ancla fiscal

Por Wens Silvestre

La investidura del gabinete Álvarez llega con la promesa de “recuperar la autoridad del Estado” y un reconocimiento explícito de la crisis de confianza. Bien; era indispensable decirlo. Pero el contexto exige más que frases: exige reglas. Porque el mismo día en que el país escucha la oferta de puentes y diálogo, el Gobierno decreta estado de emergencia en Lima y Callao por 30 días, habilitando empleo de FF. AA. junto a la PNP, restricciones a reunión y desplazamiento, y una gradación de medidas que ya conocimos —con resultados pobres— bajo la gestión previa. El mensaje político es inequívoco: la autoridad se quiere afirmar desde la excepción antes que desde la gestión. 

Ahora bien, la emergencia no es en sí misma un pecado institucional. Lo problemático es con qué control y para qué. Si no hay protocolo público de uso de la fuerza, cadena de mando identificada y metas operativas (extorsión a la baja, 911 con tiempos de atención, cámaras efectivas), la medida corre el riesgo de ser un atajo para contener protesta en lugar de abatir crimen. La lectura no es paranoica: así lo advierten crónicas internacionales y locales al notar que las mismas recetas se repiten y que el objetivo real podría ser neutralizar la calle tras los hechos del 15 de octubre.

Con todo, el eje seguridad tiene espacio para políticas que sí ayudan: flagrancia afinada para extorsión, cooperación regulada con operadoras, inteligencia penitenciaria y trazabilidad financiera. Pero ese menú cabe en leyes específicas y protocolos ejecutivos; no exige un cheque en blanco de delegación legislativa por 90 días “con todas las herramientas del derecho”. En un gobierno interino y con déficit de legitimidad, las herramientas extraordinarias deben ser excepcionales, acotadas y auditables; de lo contrario, el costo reputacional supera la ganancia táctica.

Mientras tanto, la otra emergencia —la fiscal— no admite más dilación. El Consejo Fiscal documentó una oleada de 229 leyes con impacto fiscal adverso entre 2021 y octubre de 2025; 101 de ellas por insistencia, con un costo anual superior a S/ 36 mil millones. Solo cinco normas aprobadas desde agosto de 2024 suman ≈S/ 22 mil millones al año (1,8% del PBI): FONCOMUN (Ley 32387), capacitaciones SUNAT para microempresas (Ley 32335), amnistía IR por rentas no declaradas (Ley 32201), homologación del CAFAE 276 (Ley 32424) y negociación colectiva descentralizada con incidencia económica (Ley 32216). El trazo grueso es brutal: sin corrección, el déficit se separa de la trayectoria del MMM y la deuda pública podría trepar hacia ≈70% del PBI en 2036, devorando espacio para salud, seguridad y agua.

Aquí conviene hablar claro de responsabilidades recientes. Bajo la presidencia parlamentaria de José Jerí, el Congreso promulgó por insistencia la Ley 32424 (homologación del CAFAE 276) el 20 de agosto de 2025, pese a observaciones de sostenibilidad; además, en septiembre de 2025 se aprobó por insistencia la Ley 32448, que elimina el requisito de opinión favorable del MEF para convenios colectivos centralizados y permite indexaciones, abriendo una compuerta de gasto rígido. Son decisiones populistas por su efecto permanente y su baja calidad de diseño; y, sí, ocurrieron ya en la actual conducción congresal. Un Ejecutivo serio que hoy pide “confianza” debería deslindar y proponer su corrección.

No es menor que el gabinete evite pronunciarse sobre Petroperú —¿habrá más rescates?— ni ancle sus anuncios a una regla PAYGO (“no gasto sin fuente”). Pedir facultades y activar emergencias sin decir cómo se financiarán operativos, tecnología, horas-policía o medicamentos es una asimetría peligrosa. Y lo mismo ocurre con REINFO: bien que el premier advierta que ampliarlo incentiva la ilegalidad; falta el paquete operativo (control de combustibles, explosivos y flujos de dinero) con fechas, responsables y coordinación fiscal-policía.

¿Qué sería, entonces, una investidura adecuada al momento? Primero, autoridad con reglas: protocolo de uso de la fuerza, cadena de mando y meta de cero fallecidos en control de multitudes; emergencia focalizada con revisión semanal del Congreso y prohibición expresa de usarla para limitar protesta pacífica; y cualquier delegación acotada (extorsión/INPE/empresas de telecomunicaciones) con cláusula de caducidad y control judicial para vigilancia. Segundo, gestión con métricas: plan de 100 días con indicadores públicos (extorsión, Central de Emergencias 911, % cámaras operativas, 100 hospitales con ≥80% de stock). Tercero, disciplina fiscal: corregir las leyes más costosas aprobadas por insistencia en 2024–2025 (empezando por CAFAE 32424 y el “efecto MEF” de 32448), y congelar exoneraciones y beneficios de baja calidad. Cuarto, neutralidad electoral: mesa ONPE–JNE–Defensoría con protocolo de seguridad electoral no militarizada.

De lo contrario, el cuadro es conocido: más excepcionalidad, menos legitimidad, más intereses y menos servicios. El discurso puede sonar conciliador; la práctica, en cambio, teje un andamiaje de emergencia y delegación sin candados y una coartada fiscal para no corregir la herencia populista —incluida la que el propio Jerí convalidó desde la presidencia del Congreso. La transición necesita gobernar con reglas, no sobre-atenderse con poderes extraordinarios; y necesita contabilidad honesta, no magia.

En suma: la investidura será creíble si el gobierno ata sus anuncios a protocolos, metas y financiamiento, y si rectifica el curso fiscal que el Consejo Fiscal ha puesto en rojo. Si no, la autoridad que dice recuperar será apenas un paraguas político para llegar a abril; y la factura —en deuda, en derechos y en confianza— la pagará el siguiente gobierno.

jueves, 16 de octubre de 2025

Transición entre promesas y confrontaciones

Por Wens Silvestre

La última sucesión constitucional devuelve a nuestro país a un punto ya conocido: legitimidad de origen suficiente para gobernar, pero legitimidad de desempeño aún por construir. El gabinete encabezado por Ernesto Álvarez se presenta como “de transición y reconciliación”, aunque su coherencia interna dependerá de si la conducción política modera el tono y ordena prioridades en tres frentes que se cruzan esta semana: la calle (protesta del 15 de octubre), el Congreso (donde se define la gobernabilidad efectiva) y la economía (sensibilidad de ingresos y empleos a cualquier shock de incertidumbre).

El elenco ministerial confirma una apuesta tecnocrática: perfiles con experiencia en cargos medios -viceministerios, direcciones, asesorías- capaces de ejecutar procesos y destrabar expedientes. Eso acorta la curva de aprendizaje y reduce el riesgo de escándalos, pero trae dos límites: baja densidad política para negociar con bancadas y regiones, y vocerías frágiles ante la conflictividad social. El nodo es la PCM: Álvarez llega con capital jurídico, pero con un marco discursivo sobre la protesta que, si no se corrige, contamina la promesa de reconciliación.

Lo que dejó el 15 de octubre confirma ese dilema. La movilización convocada por colectivos juveniles derivó en choques en el Centro de Lima con un saldo de un fallecido --identificado como Eduardo Ruiz, de 32 años- y decenas de heridos; los reportes oscilan entre 80 y 89 policías lesionados y 20 o más civiles, además de periodistas heridos y detenidos. La Fiscalía abrió investigación por muerte causada por arma de fuego; el Ejecutivo lamentó el deceso y habló de “infiltración de delincuentes”, mientras la Defensoría y medios internacionales registraron un uso intensivo de gases y proyectiles durante los enfrentamientos cerca del Congreso. El cuadro es nítido: la protesta no fue un mero “acto subversivo”, pero tampoco un día sin violencia; fue, sobre todo, un test fallido de gestión del conflicto por parte del Estado.

Las consecuencias de corto plazo son previsibles y exigentes. Primero, estándares: el Gobierno queda obligado a publicar protocolos de uso de la fuerza, partes diarios y rutas de investigación sobre el deceso, con monitoreo de la Defensoría y acceso a peritajes independientes.  Segundo, el Congreso cumplió su rol de control invitando al ministro del Interior y este acudió hoy, jueves 16 de octubre, al mediodía, para informar sobre los hechos del 15/10. No obstante, el debate no exigió un deslinde explícito frente a la estigmatización de la protesta -instalada desde la PCM- y terminó enfatizando casi exclusivamente la victimización de un solo lado (lesionados PNP), dejando en segundo plano el derecho a la protesta, los estándares de uso de la fuerza y la investigación independiente y con plazos por la muerte reportada. Ese encuadre erosiona la promesa de ‘reconciliación’ del Ejecutivo y vacía de contenido la función garantista del Congreso. Tercero, economía política: los ministerios “operativos” verán ralentizada su agenda si la PCM insiste en un registro punitivo; sin un giro inmediato -reconocer protesta pacífica, separar violentistas, concertar con juventudes y mujeres-, la narrativa de reconciliación se vacía y la incertidumbre se encarece. 

Orden y derechos no son bienes rivales. Pensar que la única manera de recuperar confianza es elevando el umbral represivo ignora que el costo-país también sube cuando hay lesiones a derechos y crisis reputacionales. Una transición se mide por 100 días: medicinas disponibles, patrullaje efectivo, agua y saneamiento que avanzan, trámites que se acortan. El resto es agenda para el siguiente ciclo. Sin correlación en el Pleno, la gestión deriva en interpelaciones y fuego amigo; la política parlamentaria no se terceriza a voceros: la PCM debe negociar todos los días.

Las convocatorias del 15/10 no son un referéndum sobre el gobierno en su conjunto; son un termómetro de rechazo acumulado al Congreso y a la sucesión, de agendas específicas (derechos de las mujeres, juventudes, seguridad, etc.) y de la respuesta estatal. Si el gobierno diferencia con precisión entre violentistas y ciudadanía, baja la temperatura; si persevera en rótulos estigmatizantes, incentiva la escalada. El indicador clave no es el número de marchantes, sino la gestión del conflicto: cero fallecidos, cero lesiones graves, protocolos transparentes y vocería única.

A 30–90 días, el escenario base es un gabinete operativo con plan de 100 días y conflictividad intermitente si la PCM corrige el tono. El escenario de riesgo combina narrativa punitiva, nuevos incidentes y paros regionales con ventana de interpelaciones; la economía entra en modo cautela. La oportunidad exige diálogo con plataformas juveniles, de mujeres y de otros sectores afectados por la inseguridad, publicación de protocolos y entregables rápidos (medicamentos, seguridad focalizada, destrabe de 20 obras) para reposicionar la palabra “reconciliación” como política pública.

La oposición responsable debe ejercer control político firme y cauces de salida: exigir protocolos, metas y cronograma no debilita al gobierno, lo ordena. Tres líneas rojas razonables: no estigmatizar la protesta, transparencia total en intervenciones y compras, y priorizar servicios al ciudadano por encima de reformas polarizantes. Si el Ejecutivo cumple, se viabiliza su agenda básica; si incumple, interpelaciones en 30 días y recomposición de lo que no funciona.

En síntesis, este gabinete tiene capacidad operativa para una transición eficaz, pero su éxito descansa en un giro inmediato de la PCM: de la lógica de la sospecha a la gestión con reglas. El 15 de octubre dejó un costo humano y una agenda institucional: sin estándares y sin diálogo, la promesa de reconciliación se convierte en un multiplicador de conflicto.

domingo, 5 de octubre de 2025

Hambruna en Gaza nos concierne a todos

Por Wens Silvestre

No basta con pedir un alto el fuego. La ética mínima, hoy, es abrir rutas, financiar y asegurar —ya— un salvavidas humanitario verificable para una población que se está muriendo de hambre a la vista del mundo.

Para empezar, conviene nombrar el problema. En Gaza, la guerra entró en su fase más indecente: la del hambre administrada. El 22 de agosto de 2025, la autoridad técnica mundial en seguridad alimentaria (IPC) confirmó hambruna (Fase 5) en la Gobernación de Gaza y advirtió una expansión inminente si no se restablecen flujos sostenidos de alimentos, agua, salud y protección. No es un adjetivo; es un umbral científico que implica muertes por inanición prevenibles.

Además, el terreno se ha vuelto impracticable para quienes intentan ayudar. Tres días antes, el Comité Internacional de la Cruz Roja (CICR) suspendió temporalmente sus operaciones en Gaza Ciudad por la intensidad de las hostilidades. Cuando hasta los humanitarios más prudentes deben replegarse, el mensaje es inequívoco: el riesgo para civiles y trabajadores de ayuda es extremo.

Ahora bien, los números son toscos, pero necesarios para pensar con rigor. Según la ONU (citando al Ministerio de Salud de Gaza), más de 66 mil personas han muerto desde el 7 de octubre de 2023; los heridos superan los 168 mil; y ya se documentan centenares de muertes por malnutrición, incluidos niños. La magnitud es tal que ninguna causa política puede convertirla en aceptable. 

A estas alturas, reducir el debate a “pro-Israel” vs. “pro-Palestina” es quedarse sin categorías. Lo que emerge, más bien, es un fallo de sistema. Por un lado, un Consejo de Seguridad que demandó alto el fuego (Resolución 2728) sin capacidad de ejecución. Por otro, medidas provisionales de la Corte Internacional de Justicia con cumplimiento selectivo. Y, además, órdenes de arresto de la Corte Penal Internacional contra líderes de Israel y de Hamas cuya eficacia depende de la cooperación estatal. La ley existe; lo que falta es poder para aplicarla.

Dicho esto, conviene subrayar lo esencial: la hambruna es, en rigor, una falla logística y de gobernanza inducida por decisiones humanas. No hay déficit global de alimentos. Lo que hay son cierres, restricciones, inseguridad y trámites imposibles que impiden que camiones, convoyes y equipos lleguen adonde deben. Abrir cruces y asegurar corredores no es caridad; es tecnología institucional básica aplicada a una emergencia compleja.

Frente a una realidad tan cruda, sólo cabe un principio operativo: primero, la vida. Y eso exige pasar de la consigna al diseño de políticas esta misma semana. En concreto, propongo seis decisiones que pueden ejecutar Estados y organismos sin esperar una “solución final”:

1. Cese del fuego verificable e inmediato. Alineado con la Resolución 2728, con ventanas horarias protegidas para la entrada diaria de convoyes y equipos médicos. La verificación debería recaer en un mecanismo tripartito (ONU–CICR–Media Luna Roja) con reportes públicos diarios.

2. Apertura sostenida de pasos terrestres. Incluidos Kerem Shalom y Rafah, bajo monitoreo internacional con escaneo no intrusivo y listas blancas dinámicas de insumos críticos (agua, alimentos terapéuticos, combustible hospitalario). La experiencia comparada es clara: un corredor terrestre estable salva más vidas que cualquier pasarela marítima.

3. Protocolos de no ataque. Mapas de no-golpe (no-strike lists) vinculantes para hospitales, almacenes y panaderías; comunicación táctica 24/7 entre mandos militares y clústeres humanitarios. La suspensión del CICR en Gaza Ciudad demuestra que, sin esto, no habrá operación posible.

4. Condicionalidad en las transferencias de armas. Los Estados exportadores deben exigir cumplimiento ex ante del Derecho Internacional Humanitario como requisito de suministro y revisar ex post con trazabilidad. La disuasión funciona también en clave humanitaria cuando eleva costos a quien obstruye la ayuda o emplea tácticas prohibidas. La Resolución 2728 ya fijó el marco político; toca hacerlo exigible.

5. Paquete financiero puente. Desembolsos semanales para alimentación y salud primaria (UNRWA, PMA/WFP, OMS), con cuentas escrow, auditoría independiente y compras locales o regionales para acelerar entregas. Prioridad a alimentos listos para usar (RUTF) y potabilización de agua.

6. Rendición de cuentas. Cooperación con la CPI (órdenes de arresto vigentes), activación de jurisdicción universal en Estados Parte y sanciones selectivas (visas, activos) contra individuos que bloqueen corredores o ataquen personal humanitario. La impunidad no es una ley natural; es un incentivo que puede y debe alterarse.

A quienes sostienen que “no hay manera segura de operar” en Gaza Ciudad, la respuesta es amarga pero simple: si la guerra impide alimentar a los niños, esa guerra —en esos términos— no es defendible. Y si la operación militar hace imposible la operación humanitaria, la ética pública obliga a ajustar la operación militar.

Mientras tanto, el liderazgo político en Israel carga con una responsabilidad histórica. Gobernar no es sólo derrotar a un enemigo; es no destruir la base moral y estratégica de la convivencia futura. Ninguna victoria militar compensará una derrota civilizatoria. La hambruna confirmada es exactamente eso.

También corresponde interpelar a Hamas. Su estrategia de supervivencia militante, el uso de rehenes y el operar entre civiles violan el derecho de la guerra y agravan el costo humano. Pero la ética liberal no es un juego de espejos: los crímenes de unos no absuelven las violaciones de otros. Para eso existe el derecho penal internacional, con nombres y apellidos.

En síntesis, alto el fuego sí, pero alto el hambre primero. No hay disyuntiva. Abrir pasos, blindar convoyes, financiar la canasta de emergencia, proteger hospitales y panaderías, y condicionar armas no requiere esperar un plan político maximalista. Es una agenda de 48–72 horas y de semanas, no de años. Cada día que pasa, el costo humano y moral —y la fractura del orden internacional— se vuelven más difíciles de reparar. Actuar ahora no es sólo urgente: es lo mínimo que nos debemos como comunidad humana.