miércoles, 26 de noviembre de 2025

Sin reforma fiscal no hay futuro

Por Wens Silvestre

El alto riesgo de una crisis fiscal que enfrentamos como país no cayó del cielo ni es producto exclusivo de factores externos. Es, sobre todo, el resultado de una distorsión constitucional deliberadamente cultivada y políticamente explotada: la interpretación del Tribunal Constitucional (TC) que, en el Expediente 00018-2021-PI/TC, abrió una peligrosa puerta para que el Congreso apruebe leyes con impacto fiscal sin límite, sin responsabilidad y sin financiamiento real. Esa sentencia —que separa artificialmente la creación de obligaciones del acto de generar gasto público— ha sido el punto de partida de una ola legislativa que amenaza la sostenibilidad del país, socava la misión del Estado y premia la irresponsabilidad política.

En la sentencia, el TC sostuvo que el Congreso puede crear obligaciones económicas siempre que no generen gasto en el año fiscal vigente. Es decir, si el costo se traslada al futuro, no existe infracción constitucional. Ese razonamiento, a pesar de su aparente neutralidad jurídica, es una contradicción en términos: toda obligación económica que crea un derecho exigible es gasto, aunque se ejecute más adelante. Disociar obligación de gasto es una ficción incompatible con cualquier lógica presupuestaria moderna. Pero el TC la adoptó, y el Congreso la convirtió en un arma política. El resultado es un Parlamento que legisla sin coordinación con el Ejecutivo, sin respetar la programación multianual y, sobre todo, sin asumir costo político alguno por comprometer recursos que no existen.

Los datos del Consejo Fiscal son demoledores. Entre 2021 y 2025, el Congreso aprobó 229 leyes con impacto fiscal adverso, más del triple del promedio histórico. Y lo hizo, en gran medida, ignorando advertencias técnicas: 101 de esas leyes fueron aprobadas por insistencia. Hablamos de decisiones con costos que no son simbólicos: bonificaciones docentes que superan los S/ 40 mil millones, homologaciones remunerativas regionales de varios miles de millones, beneficios tributarios que debilitan ingresos públicos y ampliaciones de negociación colectiva que elevan el gasto corriente sin contrapartidas de productividad. 

A ello se suman 352 proyectos en trámite, los 10 más costosos con un impacto anual de S/ 25 mil millones. Para dimensionarlo: es más de lo que el país invierte en seguridad ciudadana, 18 veces Pensión 65 y 23 veces el Programa Juntos. Esta es una fábrica legislativa sin frenos, alentada por un incentivo perverso: aprobar beneficios hoy y dejar la cuenta para mañana.

Por lo demás, lo que está en juego no es solo el equilibrio macroeconómico. Es también la naturaleza del Estado y su misión. La mayor parte de estas iniciativas comparte un patrón preocupante: están dirigidas a ampliar beneficios de trabajadores del Estado, sin relación alguna con mejora del servicio público, menos aún con la productividad. No son políticas de meritocracia ni modernización: son privilegios corporativos que presionan la planilla pública y desplazan el gasto esencial.

Cada sol destinado a bonificaciones, regímenes especiales o nombramientos masivos sin criterio de necesidad es un sol menos para seguridad ciudadana, atención primaria de salud, justicia, infraestructura básica o programas sociales. El Estado no crece en capacidad; solo crece en obligaciones. Es decir, el Congreso legisla para quienes ya están dentro de la maquinaria estatal, no para quienes dependen de ella. Y, al final, quienes pagan el costo son los ciudadanos que dependen de servicios públicos esenciales cada vez más debilitados.

A ello se suma una consecuencia macrofiscal que ya nadie puede ocultar. Las proyecciones del Consejo Fiscal advierten que, si se ejecutan las leyes aprobadas y las iniciativas en cola, el déficit fiscal aumentaría 5 puntos del PBI adicionales. Y la deuda pública podría trepar hasta 70% del PBI en una década, niveles inéditos en la historia reciente del país. Más aún si consideramos que durante dos décadas fuimos reconocidos por nuestra disciplina fiscal, resulta alarmante cómo ese patrimonio institucional se debilita a un ritmo acelerado, empujado por decisiones legislativas tomadas sin responsabilidad y sin una mirada de país. No es una predicción alarmista: es la consecuencia aritmética de comprometer gastos permanentes sin fuente de financiamiento. Una senda que países como Argentina o Ecuador conocen demasiado bien.

Reformar el artículo 79 de la Constitución no recorta derechos ni limita la representación democrática. Lo que hace es devolver sentido al diseño constitucional original: el Congreso no puede crear gastos ni obligaciones con impacto fiscal sin iniciativa del Poder Ejecutivo, ni en el presupuesto anual vigente ni en los futuros. El artículo 79 fue creado precisamente para evitar que el Legislativo comprometa recursos que no administra. Su ambigüedad permitió que el TC lo distorsionara. Reformarlo es cerrar esa zona gris.

Con la reforma:

  •  cualquier impacto fiscal debe ser promovido o autorizado por el Ejecutivo;
  •  las obligaciones laborales y beneficios tributarios no pueden aprobarse sin fuente;
  • el Congreso deberá pasar filtros de admisibilidad rigurosos;
  • el equilibrio presupuestal deja de ser un saludo a la bandera;
  •  la programación multianual vuelve a tener sentido.
Sin la reforma, continuará la deriva legislativa y el deterioro fiscal.

Por último, conviene decirlo sin rodeos: permitir que el Congreso comprometa recursos futuros para obtener réditos inmediatos es una forma de irresponsabilidad pública que bordea la inmoralidad política. No existe democracia sana sobre finanzas públicas insostenibles. No existe Estado eficaz sobre un presupuesto capturado por grupos de interés. No existe futuro cuando el presente consume más de lo que el país puede pagar.

La necesaria reforma del artículo 79 no solo repara un vacío jurídico: restaura el principio ético básico de que quienes toman decisiones deben hacerse cargo de sus consecuencias. El Perú ya ha visto el comienzo de esta película y sabe cómo termina: déficit insostenible, recortes abruptos, pérdida de credibilidad, deterioro social. Esperar más sería un acto de negligencia colectiva. El Congreso debe corregir la distorsión que él mismo ha aprovechado. El TC debe revisar una doctrina que resultó dañina. Y la ciudadanía debe exigir que el Estado deje de ser un botín y vuelva a ser un instrumento de servicio público.

Reformar el artículo 79 no resolverá todos los problemas del Estado peruano, pero sin esa reforma ningún otro intento de modernización sobrevivirá al desorden fiscal. No se trata de blindar al Ejecutivo ni de recortar facultades del Legislativo. Se trata de impedir que continúe la peligrosa ilusión de que crear obligaciones no es gastar y de que legislar sin financiamiento es inocuo. Se trata, en última instancia, de algo más simple y más profundo: devolver al Estado su capacidad de cumplir su misión.

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