Por Wens Silvestre
El
alto riesgo de una crisis fiscal que enfrentamos como país no cayó del cielo ni
es producto exclusivo de factores externos. Es, sobre todo, el resultado de una
distorsión constitucional deliberadamente cultivada y políticamente explotada:
la interpretación del Tribunal Constitucional (TC) que, en el Expediente
00018-2021-PI/TC, abrió una peligrosa puerta para que el Congreso apruebe leyes
con impacto fiscal sin límite, sin responsabilidad y sin financiamiento real.
Esa sentencia —que separa artificialmente la creación de obligaciones del acto
de generar gasto público— ha sido el punto de partida de una ola legislativa
que amenaza la sostenibilidad del país, socava la misión del Estado y premia la
irresponsabilidad política.
En
la sentencia, el TC sostuvo que el Congreso puede crear obligaciones económicas
siempre que no generen gasto en el año fiscal vigente. Es decir, si el costo se
traslada al futuro, no existe infracción constitucional. Ese razonamiento, a
pesar de su aparente neutralidad jurídica, es una contradicción en términos:
toda obligación económica que crea un derecho exigible es gasto, aunque se
ejecute más adelante. Disociar obligación de gasto es una ficción incompatible
con cualquier lógica presupuestaria moderna. Pero el TC la adoptó, y el
Congreso la convirtió en un arma política. El resultado es un Parlamento que
legisla sin coordinación con el Ejecutivo, sin respetar la programación
multianual y, sobre todo, sin asumir costo político alguno por comprometer
recursos que no existen.
A
ello se suman 352 proyectos en trámite, los 10 más costosos con un impacto
anual de S/ 25 mil millones. Para dimensionarlo: es más de lo que el país
invierte en seguridad ciudadana, 18 veces Pensión 65 y 23 veces el Programa
Juntos. Esta es una fábrica legislativa sin frenos, alentada por un incentivo
perverso: aprobar beneficios hoy y dejar la cuenta para mañana.
Por
lo demás, lo que está en juego no es solo el equilibrio macroeconómico. Es
también la naturaleza del Estado y su misión. La mayor parte de estas
iniciativas comparte un patrón preocupante: están dirigidas a ampliar
beneficios de trabajadores del Estado, sin relación alguna con mejora del
servicio público, menos aún con la productividad. No son políticas de
meritocracia ni modernización: son privilegios corporativos que presionan la
planilla pública y desplazan el gasto esencial.
Cada
sol destinado a bonificaciones, regímenes especiales o nombramientos masivos
sin criterio de necesidad es un sol menos para seguridad ciudadana, atención
primaria de salud, justicia, infraestructura básica o programas sociales. El
Estado no crece en capacidad; solo crece en obligaciones. Es decir, el Congreso
legisla para quienes ya están dentro de la maquinaria estatal, no para quienes
dependen de ella. Y, al final, quienes pagan el costo son los ciudadanos que
dependen de servicios públicos esenciales cada vez más debilitados.
A
ello se suma una consecuencia macrofiscal que ya nadie puede ocultar. Las
proyecciones del Consejo Fiscal advierten que, si se ejecutan las leyes
aprobadas y las iniciativas en cola, el déficit fiscal aumentaría 5 puntos del
PBI adicionales. Y la deuda pública podría trepar hasta 70% del PBI en una
década, niveles inéditos en la historia reciente del país. Más aún si
consideramos que durante dos décadas fuimos reconocidos por nuestra disciplina
fiscal, resulta alarmante cómo ese patrimonio institucional se debilita a un
ritmo acelerado, empujado por decisiones legislativas tomadas sin
responsabilidad y sin una mirada de país. No es una predicción alarmista: es la
consecuencia aritmética de comprometer gastos permanentes sin fuente de
financiamiento. Una senda que países como Argentina o Ecuador conocen demasiado
bien.
Reformar
el artículo 79 de la Constitución no recorta derechos ni limita la
representación democrática. Lo que hace es devolver sentido al diseño
constitucional original: el Congreso no puede crear gastos ni obligaciones con
impacto fiscal sin iniciativa del Poder Ejecutivo, ni en el presupuesto anual
vigente ni en los futuros. El artículo 79 fue creado precisamente para evitar
que el Legislativo comprometa recursos que no administra. Su ambigüedad
permitió que el TC lo distorsionara. Reformarlo es cerrar esa zona gris.
Con
la reforma:
- cualquier impacto fiscal debe ser
promovido o autorizado por el Ejecutivo;
- las obligaciones laborales y beneficios
tributarios no pueden aprobarse sin fuente;
- el Congreso deberá pasar filtros de
admisibilidad rigurosos;
- el equilibrio presupuestal deja de ser
un saludo a la bandera;
- la programación multianual vuelve a tener sentido.
Por
último, conviene decirlo sin rodeos: permitir que el Congreso comprometa
recursos futuros para obtener réditos inmediatos es una forma de
irresponsabilidad pública que bordea la inmoralidad política. No existe
democracia sana sobre finanzas públicas insostenibles. No existe Estado eficaz
sobre un presupuesto capturado por grupos de interés. No existe futuro cuando
el presente consume más de lo que el país puede pagar.
La
necesaria reforma del artículo 79 no solo repara un vacío jurídico: restaura el
principio ético básico de que quienes toman decisiones deben hacerse cargo de
sus consecuencias. El Perú ya ha visto el comienzo de esta película y sabe cómo
termina: déficit insostenible, recortes abruptos, pérdida de credibilidad,
deterioro social. Esperar más sería un acto de negligencia colectiva. El
Congreso debe corregir la distorsión que él mismo ha aprovechado. El TC debe
revisar una doctrina que resultó dañina. Y la ciudadanía debe exigir que el
Estado deje de ser un botín y vuelva a ser un instrumento de servicio público.
Reformar
el artículo 79 no resolverá todos los problemas del Estado peruano, pero sin
esa reforma ningún otro intento de modernización sobrevivirá al desorden
fiscal. No se trata de blindar al Ejecutivo ni de recortar facultades del
Legislativo. Se trata de impedir que continúe la peligrosa ilusión de que crear
obligaciones no es gastar y de que legislar sin financiamiento es inocuo. Se
trata, en última instancia, de algo más simple y más profundo: devolver al
Estado su capacidad de cumplir su misión.

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