Por Wens Silvestre
Hay un problema con los eslóganes
cuando la economía entra en fase de sobriedad: prometen velocidad justo
cuando el mundo, y el Perú dentro de él, se mueven por prudencia. En
2026, el crecimiento global estará lejos de una épica expansiva, y el
crecimiento peruano —aunque razonable— no se parece a un motor al límite. Por
eso el lema “Perú a toda máquina” no solo desentona en un gobierno de
transición: corre el riesgo de convertirse en propaganda engañosa si no
viene acompañado de reformas mínimas, medibles y urgentes.
Ahora bien, ese cuadro importa por una
razón adicional: el crecimiento global bajo suele ser tolerable… hasta que se
combina con fricciones comerciales y reglas impredecibles. En
consecuencia, aparece el sesgo a la baja: menos comercio efectivo, cadenas de
valor más caras, inversión más tímida y productividad más lenta. Y cuando eso
ocurre, los países que dependen de inversión y de exportaciones —como el Perú—
no solo enfrentan menor demanda, sino también mayor volatilidad y más prima de
riesgo.
Dicho esto, para el Perú el consenso
real no está en un “milagro”, sino en un rango. El FMI ubica el
crecimiento en 2,7% para 2026. En contraste, el Banco Mundial es
más conservador con 2,5% y advierte riesgos por incertidumbre política
preelectoral y condiciones externas. En el frente interno, el BCRP, en
su actualización de diciembre de 2025, ajusta al alza y proyecta 3,0% para
2026. Asimismo, la OCDE lo sitúa en 2,8%. En el sector
privado, BBVA Research proyecta 3,1%, aunque reconoce el freno típico
del año electoral por mayor incertidumbre. Y, del lado del gobierno, el MEF ha
defendido un escenario más optimista cercano a 3,2% para 2026. Por lo
tanto, el rango 2,5%–3,2% describe una economía estable, pero no “a toda
máquina”: es crecimiento condicionado, no aceleración plena.
A continuación, la propia dispersión
de números revela que el crecimiento de 2026 se decidirá más por política que
por macro. El Perú entra al año con inflación controlada y fundamentos que, en
términos regionales, son una ventaja. Sin embargo, el país enfrenta un
escenario base de inercia (≈ 2,6%–2,9%), un escenario optimista si se
destraba inversión (≈ 3,0%–3,4%) y un escenario estresado si se combinan
fricción global y pausa electoral (≈ 1,8%–2,4%). En otras palabras, Perú
no necesita un lema que prometa potencia: necesita certeza para que la
inversión no se paralice y para que el crecimiento no se quede en un techo
modesto.
En ese marco, el problema del eslogan
en un gobierno de transición es doble. Por un lado, hay una soberbia
comunicacional: proclamar velocidad cuando el margen de maniobra real es
limitado. Por otro, hay un riesgo de expectativas mal calibradas: sugerir un
despegue que no aparece ni en los números oficiales ni en la lectura global.
Así, la frase “Perú a toda máquina” termina siendo contraproducente, porque la
confianza se construye con señales creíbles y resultados verificables, no con
grandilocuencia.
Por eso, si el país quiere moverse del
escenario base al optimista, el nuevo gobierno debe atacar lo único que hoy
realmente mueve la aguja: la incertidumbre. En consecuencia, necesita un
pacto mínimo de gobernabilidad, señales macro no negociables (autonomía del
BCRP y disciplina fiscal), un destrabe de inversiones con cronograma público,
gestión territorial preventiva del conflicto y, fundamentalmente, una reforma
del Estado orientada a un tamaño óptimo y eficiente: menos duplicidad, más
meritocracia, plazos vinculantes, ventanillas únicas reales y compras públicas
que ejecuten sin abrir puertas a la corrupción. En suma, si algo ha demostrado la
última década es que la crisis política no solo cambia presidentes: encarece el
capital, ralentiza proyectos y condena al país a crecer “más o menos”. En 2026,
la diferencia entre “crecer” y “despegar” no estará en un eslogan: estará en si
el Estado deja de ser el principal factor de incertidumbre.

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