domingo, 28 de diciembre de 2025

El ruido político que amenaza el debate democrático

Por Wens Silvestre

Cuando observamos nuestro panorama político a puertas de las elecciones generales de abril de 2026, no podemos separar la profunda crisis de representatividad que atraviesa el país del tipo de lenguaje que se ha vuelto dominante en la comunicación política, especialmente en plataformas digitales. Esta crisis no empezó ayer, ni se limita a un solo actor; pero la forma en que las ideas se expresan —cada vez más a través de consignas polarizantes y apelaciones emocionales extremas— ha transformado el debate público en una arena de gritos y antagonismos más que de propuestas y deliberación racional. Investigaciones sobre la polarización política en el Perú muestran que esta tendencia de “nosotros contra ellos” ha sido un proceso creciente durante décadas, expandiéndose en todas las dimensiones de la vida pública y erosionando la posibilidad de acuerdos o consensos básicos en la sociedad (Mejía Navarrete, 2024).

Este fenómeno de polarización no es inocuo; opera afectivamente y tiene consecuencias para la salud democrática del país. Expertos en ciencias políticas han señalado que, cuando se construye al oponente como enemigo que “debe ser vencido”, se debilita la noción de adversario legítimo y se abre la puerta a la percepción de que el otro no es solo distinto, sino peligroso para la comunidad misma. En condiciones saludables, la política democrática reconoce al adversario como un competidor a ser vencido en las urnas, no como un enemigo moral que hay que erradicar (McCoy, 2019).

En ese sentido, algunos discursos de figuras emblemáticas de la política peruana reciente —y que han sido ampliamente documentados— no solo apelan al descontento ciudadano, sino que lo hacen con un lenguaje que activa miedo, desconfianza y hostilidad hacia diversos colectivos y hacia instituciones mediadoras como la prensa. Un análisis en profundidad de medios investigativos encontró que ciertos líderes recurren sistemáticamente a teorías de la conspiración, desinformación y expresiones que no solo exageran amenazas, sino que describen a oponentes y sectores sociales como parte de un complot global contra la “gente honesta” (Castilla, Cabral, & Cucho, 2021).

Este tipo de recurso discursivo funciona así: en lugar de explicar por qué una política propuesta será efectiva, se enfatiza que quienes se oponen son parte de una fuerza oscura y destructiva que va contra la nación. La repetición de marcos donde se enfrentan facciones existenciales —“el bien” contra “el mal”— no solo simplifica en exceso la realidad, sino que explota las emociones más básicas de los públicos, amplificando la indignación y reduciendo la capacidad de análisis crítico. Esto es particularmente pernicioso en un contexto de profundas desigualdades sociales, fragilidad institucional y desconfianza estructural en el sistema político que ha caracterizado a nuestro país en años recientes.

Más allá de la polarización ideológica, hay estudios que han documentado cómo ciertos mensajes en redes, especialmente en Twitter —un espacio donde muchos políticos peruanos han viralizado su discurso— contienen componentes de odio, estigmatización y terruqueo, es decir, acusaciones que remiten a asociaciones con terrorismo o traición sin sustentos verificables (Morocho Alvia, 2023). Los recursos lingüísticos empleados, como la burla, la ironía o la acusación sin pruebas, no solo degradan a sus destinatarios, sino que exhiben una clara intención de hacer que ciertas personas o grupos se perciban como ilegítimos o peligrosos para la supervivencia de la nación.

Esto tiene un efecto acumulativo: cuando un número significativo de actores políticos normaliza esta retórica agresiva, el discurso público empieza a parecerse más a un campo de combate que a un foro de discusión. El resultado es que el debate colectivo deja de centrarse en cómo resolver los problemas estructurales del país —como la desigualdad, la inseguridad o la precariedad institucional— y se desplaza hacia una lógica de confrontación identitaria y emocional. En lugar de explicar cómo abordar un problema complejo, se recurre a frases diseñadas para provocar reacciones viscerales.

La pregunta que debemos hacernos como sociedad es profunda: ¿queremos líderes que prioricen la indignación por encima de la argumentación? ¿Queremos una política donde se gana visibilidad por la fuerza del grito más que por la claridad de una propuesta? ¿Qué tipo de democracia se construye cuando las apelaciones a la emoción sustituyen el análisis racional? Estas preguntas no son retóricas; son esenciales para evaluar el rumbo que está tomando el país.

Así pues, no se trata simplemente de criticar el tono de ciertos discursos ni de condenar la emoción en política. Las emociones siempre forman parte de la conversación política; sin embargo, cuando se utilizan omnipresentemente como herramienta para polarizar, deslegitimar y estrechar el campo de lo pensable, se produce una degradación del debate que mina la confianza pública en las instituciones democráticas y obstaculiza la cooperación social. El peligro no solo está en lo que se dice, sino en cómo y con qué efectos se disemina.

Si aspiramos a una democracia más sólida, es imperativo exigir un discurso que reconozca la pluralidad de opiniones como una fortaleza, no como una amenaza. Debemos reclamar a los políticos que articulen sus propuestas con claridad, responsabilidad y conexión con la realidad del país, en lugar de recurrir a consignas simplificadoras que alimentan la confrontación social. Porque si lo que prevalece es la exaltación emocional sobre el razonamiento crítico, la crisis no se resolverá: simplemente se profundizará, dejando a la deliberación pública en ruinas y a la ciudadanía cada vez más desconectada de la política real que el país necesita.