Por Wens Silvestre
Cuando
observamos nuestro panorama político a puertas de las elecciones generales de
abril de 2026, no podemos separar la profunda crisis de representatividad que
atraviesa el país del tipo de lenguaje que se ha vuelto dominante en la
comunicación política, especialmente en plataformas digitales. Esta crisis no
empezó ayer, ni se limita a un solo actor; pero la forma en que las ideas se
expresan —cada vez más a través de consignas polarizantes y apelaciones
emocionales extremas— ha transformado el debate público en una arena de gritos
y antagonismos más que de propuestas y deliberación racional. Investigaciones
sobre la polarización política en el Perú muestran que esta tendencia de
“nosotros contra ellos” ha sido un proceso creciente durante décadas,
expandiéndose en todas las dimensiones de la vida pública y erosionando la
posibilidad de acuerdos o consensos básicos en la sociedad
Este
fenómeno de polarización no es inocuo; opera afectivamente y tiene
consecuencias para la salud democrática del país. Expertos en ciencias
políticas han señalado que, cuando se construye al oponente como enemigo que
“debe ser vencido”, se debilita la noción de adversario legítimo y se abre la
puerta a la percepción de que el otro no es solo distinto, sino peligroso
para la comunidad misma. En condiciones saludables, la política democrática
reconoce al adversario como un competidor a ser vencido en las urnas, no como
un enemigo moral que hay que erradicar
En
ese sentido, algunos discursos de figuras emblemáticas de la política peruana
reciente —y que han sido ampliamente documentados— no solo apelan al
descontento ciudadano, sino que lo hacen con un lenguaje que activa miedo,
desconfianza y hostilidad hacia diversos colectivos y hacia instituciones
mediadoras como la prensa. Un análisis en profundidad de medios investigativos
encontró que ciertos líderes recurren sistemáticamente a teorías de la
conspiración, desinformación y expresiones que no solo exageran amenazas, sino
que describen a oponentes y sectores sociales como parte de un complot global
contra la “gente honesta”
Este
tipo de recurso discursivo funciona así: en lugar de explicar por qué una
política propuesta será efectiva, se enfatiza que quienes se oponen son
parte de una fuerza oscura y destructiva que va contra la nación. La
repetición de marcos donde se enfrentan facciones existenciales —“el bien”
contra “el mal”— no solo simplifica en exceso la realidad, sino que explota las
emociones más básicas de los públicos, amplificando la indignación y reduciendo
la capacidad de análisis crítico. Esto es particularmente pernicioso en un
contexto de profundas desigualdades sociales, fragilidad institucional y
desconfianza estructural en el sistema político que ha caracterizado a nuestro
país en años recientes.
Más
allá de la polarización ideológica, hay estudios que han documentado cómo
ciertos mensajes en redes, especialmente en Twitter —un espacio donde muchos
políticos peruanos han viralizado su discurso— contienen componentes de odio,
estigmatización y terruqueo, es decir, acusaciones que remiten a asociaciones
con terrorismo o traición sin sustentos verificables
Esto tiene un efecto acumulativo: cuando un número significativo de actores políticos normaliza esta retórica agresiva, el discurso público empieza a parecerse más a un campo de combate que a un foro de discusión. El resultado es que el debate colectivo deja de centrarse en cómo resolver los problemas estructurales del país —como la desigualdad, la inseguridad o la precariedad institucional— y se desplaza hacia una lógica de confrontación identitaria y emocional. En lugar de explicar cómo abordar un problema complejo, se recurre a frases diseñadas para provocar reacciones viscerales.
La
pregunta que debemos hacernos como sociedad es profunda: ¿queremos líderes
que prioricen la indignación por encima de la argumentación? ¿Queremos una
política donde se gana visibilidad por la fuerza del grito más que por la
claridad de una propuesta? ¿Qué tipo de democracia se construye cuando las
apelaciones a la emoción sustituyen el análisis racional? Estas preguntas
no son retóricas; son esenciales para evaluar el rumbo que está tomando el
país.
Así
pues, no se trata simplemente de criticar el tono de ciertos discursos ni de
condenar la emoción en política. Las emociones siempre forman parte de la
conversación política; sin embargo, cuando se utilizan omnipresentemente como
herramienta para polarizar, deslegitimar y estrechar el campo de lo pensable,
se produce una degradación del debate que mina la confianza pública en las
instituciones democráticas y obstaculiza la cooperación social. El peligro
no solo está en lo que se dice, sino en cómo y con qué efectos se disemina.
Si
aspiramos a una democracia más sólida, es imperativo exigir un discurso que
reconozca la pluralidad de opiniones como una fortaleza, no como una amenaza.
Debemos reclamar a los políticos que articulen sus propuestas con claridad,
responsabilidad y conexión con la realidad del país, en lugar de recurrir a
consignas simplificadoras que alimentan la confrontación social. Porque si lo
que prevalece es la exaltación emocional sobre el razonamiento crítico, la
crisis no se resolverá: simplemente se profundizará, dejando a la deliberación
pública en ruinas y a la ciudadanía cada vez más desconectada de la política
real que el país necesita.
