Por: Albert Di Bartolomeo
Una noche tuve una llamada inesperada. Era sor María, una desconocida que llamaba de otra ciudad. En ese momento recordé el artículo que escribí en el diario donde laboro. Allí criticaba las sanciones que aplicaban las monjas de un colegio.
Sor María me dijo amablemente que yo escribía muy bien, pero que no estaba de acuerdo con mis opiniones. Yo me sentía un poco incómodo y sólo quería acabar la conversación.
Pese a que yo no mostré mayor interés a su plática, ella siguió comunicándose conmigo a pesar de mi indiferencia.
Hasta que un día acaeció una desgracia: la muerte de mi padrastro. Este hecho me derrumbó, porque me recordó la muerte de mi padre. Aunque pensé que tal vez no comprendería mi dolor le escribí una carta explicándole mi sufriendo.
Su respuesta fue inmediata. En su carta de respuesta me dijo, entre otras cosas, que comprendía mi dolor porque ella también había pasado por periodos así y que ello forma parte de la condición humana. También me manifestó que se encontraba delicada de salud y que le agradaría conocerme en persona.
Entonces acepté viajar y conocerla.
Era una anciana de casi 80 años, pero que aparentaba mucho menos. Me recibió con mucha cordialidad y me invitó a caminar y a conversar frente al mar.
-Mire -dijo la monja señalando al mar-. Ahora lo único que vemos es la superficie, pero debajo de ellas hay profundos abismos y diversos tipos de vida. Así son las personas cuando recién las conocemos. Pero basta que nos sumerjamos un poco bajo la superficie para que descubramos sus corazones. En ese momento comprendí la inmensa sabiduría y bondad de aquella mujer. Nunca más volví a juzgar a nadie.
De: Lo más selecto del pensamiento universal
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