Por Wens Silvestre
Ya
no son proyecciones, ni escenarios hipotéticos, ni simulaciones de laboratorio.
Son datos. Son muertes. Son miles de millones en pérdidas. Es el calor
abrasador que azota ciudades. Es el deshielo que arrastra vidas. Es el océano
cada vez más caliente que asfixia ecosistemas y altera sistemas climáticos
enteros. El 2024 fue el año más cálido jamás registrado. El planeta,
oficialmente, ya ha cruzado el umbral de +1,5 °C en promedio global. El Acuerdo
de París, hasta ayer un horizonte preventivo, hoy parece un punto de referencia
superado.
Y,
sin embargo, el negacionismo climático —tanto el burdo como el disfrazado—
sigue presente en las cumbres políticas, en los escritorios de decisión y, lo
más preocupante, en la mente de líderes que deberían guiar al mundo. En pleno
2025, Donald Trump vuelve a la presidencia de los Estados Unidos retirando
nuevamente al país del Acuerdo de París y prohibiendo a científicos federales
colaborar con el IPCC. No es solo negación: es obstrucción deliberada al
conocimiento, al multilateralismo y a la esperanza de un mundo habitable.
La
evidencia que desborda la indiferencia
En
Europa, según el informe State of the Climate 2024, la temperatura media ha
superado los +2,4 °C respecto a la era preindustrial. Más del 30% de los ríos
europeos experimentaron inundaciones por encima de sus umbrales críticos. En
Svalbard, el verano fue +2,58 °C más cálido que la media histórica. El Mediterráneo
registró su temperatura superficial más alta en la historia. Más de 335
personas perdieron la vida solo por eventos extremos en el continente.
La
política del "mientras tanto"
Mientras
la ciencia avanza y la naturaleza responde con creciente violencia, la política
global se divide entre el coraje y la conveniencia. En Europa, la narrativa
climática está siendo capturada por disputas internas y populismos de corto
aliento. En China e India, la velocidad del crecimiento fósil sigue superando a
la expansión de las renovables. En América Latina y África, las promesas se
estrellan contra realidades presupuestarias y estructuras de poder fósil
dependientes.
Y
mientras tanto, los líderes negacionistas alimentan una falsa seguridad. Dicen
que el cambio climático no es urgente, que la ciencia exagera, que la economía
no puede soportar la transición. Pero ¿cuánto cuesta no hacer nada? Según la
ONU, el costo de los desastres climáticos superó los 300.000 millones de
dólares en 2023. Y sigue creciendo.
Adaptar,
mitigar y anticipar: las tres claves de la coherencia climática
La
solución existe. Tiene nombre y tiene respaldo técnico. Se llama mitigación, se
llama adaptación, se llama cambio estructural. No es retórica. Es planificación
urbana con infraestructura verde, donde las ciudades no solo crecen, sino que
respiran: techos verdes que reducen el efecto isla de calor, corredores
ecológicos que conectan biodiversidad con calidad de vida, calles rediseñadas
para peatones y ciclistas antes que para autos. Es gestión integral de
residuos, donde la economía circular deja de ser una promesa para convertirse
en una práctica masiva: menos vertederos, más compostaje, más reciclaje real,
más innovación para evitar que lo desechado termine degradando ecosistemas.
Es
abandonar progresivamente el carbón, el gas y el petróleo, no como un acto
simbólico, sino con calendarios vinculantes, planes de cierre programado y
transición justa para los trabajadores y las regiones dependientes de la
industria fósil. Es electrificar la movilidad, no solo en los centros urbanos
privilegiados, sino también en zonas rurales, con transporte público eficiente,
infraestructura de recarga distribuida y acceso equitativo a tecnologías
limpias.
Es
reformar los sistemas fiscales para que quien contamina pague más y quien
protege reciba incentivos: subsidios a energías limpias en lugar de a
combustibles fósiles, impuestos al carbono con criterios redistributivos, y
beneficios reales para quienes apuestan por la eficiencia energética, la
restauración ecológica o la innovación climática.
Y,
por encima de todo, es reducir desigualdades estructurales, porque el cambio
climático no es solo una crisis ambiental, sino también una crisis de justicia.
Los más pobres, que menos han contribuido al problema, son quienes más lo
sufren. Adaptarse, entonces, no es solo prepararse para el cambio; es
garantizar que ninguna comunidad, ningún territorio, ningún niño quede atrás
cada vez que una sequía extrema, un huracán o una inundación nos recuerdan que
el clima ya cambio.
Adaptar
no es rendirse; es prepararse. Mitigar no es un lujo verde; es supervivencia.
El
conocimiento acumulado en informes científicos, como los del IPCC, el
Copernicus Climate Change Service (C3S) y la Agencia Internacional de Energía
(IEA), no deja espacio a la interpretación ideológica ni al relativismo
interesado. Estos documentos no son meras recomendaciones: son el resultado de
décadas de observación sistemática, modelos validados, consenso científico
global y evidencia empírica replicada. Negarlos o relativizarlos es tan absurdo
como negar la gravedad o la circulación del sistema cardiovascular. El clima no
negocia, ni espera a que el péndulo político se acomode.
Lo
que sí permiten estos informes es actuar con inteligencia estratégica, sentido
de justicia y visión de largo plazo. Permiten diseñar políticas públicas
basadas en datos, no en ocurrencias ni en cálculos electorales. Nos dicen dónde
están los mayores focos de vulnerabilidad, qué sectores deben priorizarse, qué
tecnologías están listas para escalarse y qué costos —sociales, financieros,
ecológicos— implica no actuar.
En
ese sentido, las políticas climáticas ya no son una cuestión de sensibilidad
ambiental o buena voluntad ética, aunque también lo sean. Son la única
estrategia racional de supervivencia económica, de sostenibilidad fiscal, de
estabilidad geopolítica y de paz social. Negarse a reducir emisiones hoy es
comprometer la seguridad alimentaria, energética y sanitaria de mañana. Ignorar
la adaptación es dejar indefensas a millones de personas ante el colapso de sus
territorios. Postergar la transición justa es sembrar frustración, desempleo
estructural y migraciones forzadas que luego alimentan discursos extremistas.
La
ciencia ha entregado el mapa. La política tiene que decidir si quiere navegar
hacia un futuro habitable o estrellarse contra el muro de su propia ceguera. Y
lo más grave: ya no se trata de evitar el impacto, sino de decidir cuán
profundo, duradero e injusto queremos que sea.
La
urgencia de liderazgos valientes
Lo
que falta no es evidencia, sino voluntad. El verdadero déficit climático es de
liderazgo. Se necesitan gobiernos capaces de decir verdades incómodas, de
asumir costos políticos temporales para evitar colapsos permanentes. Se
necesitan medios que dejen de presentar “ambos lados” del debate cuando uno de
ellos ya ha sido invalidado por la física, la química y la vida misma. Y se
necesita una ciudadanía informada, activa, vigilante.
¿Qué
más hace falta para actuar? ¿Un año más caluroso? ¿Un océano más ácido? ¿Otro
millón de desplazados por sequías e inundaciones? No deberíamos necesitar más
tragedias para entender lo obvio. El planeta ya gritó. La ciencia ya escribió.
Ahora, la historia —nuestra historia— espera ser decidida.
Nota:
Este artículo refleja la opinión del autor, con base en evidencia científica de
los informes “Global Energy Review 2025” de la AIE y “State of the Climate
2024” del C3S.
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