lunes, 21 de abril de 2025

La emergencia es climática, pero el colapso es político

 Por Wens Silvestre

Ya no son proyecciones, ni escenarios hipotéticos, ni simulaciones de laboratorio. Son datos. Son muertes. Son miles de millones en pérdidas. Es el calor abrasador que azota ciudades. Es el deshielo que arrastra vidas. Es el océano cada vez más caliente que asfixia ecosistemas y altera sistemas climáticos enteros. El 2024 fue el año más cálido jamás registrado. El planeta, oficialmente, ya ha cruzado el umbral de +1,5 °C en promedio global. El Acuerdo de París, hasta ayer un horizonte preventivo, hoy parece un punto de referencia superado.

Y, sin embargo, el negacionismo climático —tanto el burdo como el disfrazado— sigue presente en las cumbres políticas, en los escritorios de decisión y, lo más preocupante, en la mente de líderes que deberían guiar al mundo. En pleno 2025, Donald Trump vuelve a la presidencia de los Estados Unidos retirando nuevamente al país del Acuerdo de París y prohibiendo a científicos federales colaborar con el IPCC. No es solo negación: es obstrucción deliberada al conocimiento, al multilateralismo y a la esperanza de un mundo habitable.

La evidencia que desborda la indiferencia

En Europa, según el informe State of the Climate 2024, la temperatura media ha superado los +2,4 °C respecto a la era preindustrial. Más del 30% de los ríos europeos experimentaron inundaciones por encima de sus umbrales críticos. En Svalbard, el verano fue +2,58 °C más cálido que la media histórica. El Mediterráneo registró su temperatura superficial más alta en la historia. Más de 335 personas perdieron la vida solo por eventos extremos en el continente.

A nivel global, el Global Energy Review 2025 de la Agencia Internacional de Energía deja una paradoja brutal: récord de instalaciones renovables (más de 700 GW), pero también récord de emisiones de CO (37,8 Gt). ¿La razón? Seguimos sumando renovables, pero no restamos fósiles. Agregamos lo nuevo sin desmantelar lo viejo. Una transición energética que no desplaza, solo decora.

La política del "mientras tanto"

Mientras la ciencia avanza y la naturaleza responde con creciente violencia, la política global se divide entre el coraje y la conveniencia. En Europa, la narrativa climática está siendo capturada por disputas internas y populismos de corto aliento. En China e India, la velocidad del crecimiento fósil sigue superando a la expansión de las renovables. En América Latina y África, las promesas se estrellan contra realidades presupuestarias y estructuras de poder fósil dependientes.

Y mientras tanto, los líderes negacionistas alimentan una falsa seguridad. Dicen que el cambio climático no es urgente, que la ciencia exagera, que la economía no puede soportar la transición. Pero ¿cuánto cuesta no hacer nada? Según la ONU, el costo de los desastres climáticos superó los 300.000 millones de dólares en 2023. Y sigue creciendo.

Adaptar, mitigar y anticipar: las tres claves de la coherencia climática

La solución existe. Tiene nombre y tiene respaldo técnico. Se llama mitigación, se llama adaptación, se llama cambio estructural. No es retórica. Es planificación urbana con infraestructura verde, donde las ciudades no solo crecen, sino que respiran: techos verdes que reducen el efecto isla de calor, corredores ecológicos que conectan biodiversidad con calidad de vida, calles rediseñadas para peatones y ciclistas antes que para autos. Es gestión integral de residuos, donde la economía circular deja de ser una promesa para convertirse en una práctica masiva: menos vertederos, más compostaje, más reciclaje real, más innovación para evitar que lo desechado termine degradando ecosistemas.

Es abandonar progresivamente el carbón, el gas y el petróleo, no como un acto simbólico, sino con calendarios vinculantes, planes de cierre programado y transición justa para los trabajadores y las regiones dependientes de la industria fósil. Es electrificar la movilidad, no solo en los centros urbanos privilegiados, sino también en zonas rurales, con transporte público eficiente, infraestructura de recarga distribuida y acceso equitativo a tecnologías limpias.

Es reformar los sistemas fiscales para que quien contamina pague más y quien protege reciba incentivos: subsidios a energías limpias en lugar de a combustibles fósiles, impuestos al carbono con criterios redistributivos, y beneficios reales para quienes apuestan por la eficiencia energética, la restauración ecológica o la innovación climática. 

Y, por encima de todo, es reducir desigualdades estructurales, porque el cambio climático no es solo una crisis ambiental, sino también una crisis de justicia. Los más pobres, que menos han contribuido al problema, son quienes más lo sufren. Adaptarse, entonces, no es solo prepararse para el cambio; es garantizar que ninguna comunidad, ningún territorio, ningún niño quede atrás cada vez que una sequía extrema, un huracán o una inundación nos recuerdan que el clima ya cambio.

Adaptar no es rendirse; es prepararse. Mitigar no es un lujo verde; es supervivencia.

El conocimiento acumulado en informes científicos, como los del IPCC, el Copernicus Climate Change Service (C3S) y la Agencia Internacional de Energía (IEA), no deja espacio a la interpretación ideológica ni al relativismo interesado. Estos documentos no son meras recomendaciones: son el resultado de décadas de observación sistemática, modelos validados, consenso científico global y evidencia empírica replicada. Negarlos o relativizarlos es tan absurdo como negar la gravedad o la circulación del sistema cardiovascular. El clima no negocia, ni espera a que el péndulo político se acomode.

Lo que sí permiten estos informes es actuar con inteligencia estratégica, sentido de justicia y visión de largo plazo. Permiten diseñar políticas públicas basadas en datos, no en ocurrencias ni en cálculos electorales. Nos dicen dónde están los mayores focos de vulnerabilidad, qué sectores deben priorizarse, qué tecnologías están listas para escalarse y qué costos —sociales, financieros, ecológicos— implica no actuar. 

En ese sentido, las políticas climáticas ya no son una cuestión de sensibilidad ambiental o buena voluntad ética, aunque también lo sean. Son la única estrategia racional de supervivencia económica, de sostenibilidad fiscal, de estabilidad geopolítica y de paz social. Negarse a reducir emisiones hoy es comprometer la seguridad alimentaria, energética y sanitaria de mañana. Ignorar la adaptación es dejar indefensas a millones de personas ante el colapso de sus territorios. Postergar la transición justa es sembrar frustración, desempleo estructural y migraciones forzadas que luego alimentan discursos extremistas.

La ciencia ha entregado el mapa. La política tiene que decidir si quiere navegar hacia un futuro habitable o estrellarse contra el muro de su propia ceguera. Y lo más grave: ya no se trata de evitar el impacto, sino de decidir cuán profundo, duradero e injusto queremos que sea.

La urgencia de liderazgos valientes

Lo que falta no es evidencia, sino voluntad. El verdadero déficit climático es de liderazgo. Se necesitan gobiernos capaces de decir verdades incómodas, de asumir costos políticos temporales para evitar colapsos permanentes. Se necesitan medios que dejen de presentar “ambos lados” del debate cuando uno de ellos ya ha sido invalidado por la física, la química y la vida misma. Y se necesita una ciudadanía informada, activa, vigilante.

¿Qué más hace falta para actuar? ¿Un año más caluroso? ¿Un océano más ácido? ¿Otro millón de desplazados por sequías e inundaciones? No deberíamos necesitar más tragedias para entender lo obvio. El planeta ya gritó. La ciencia ya escribió. Ahora, la historia —nuestra historia— espera ser decidida.

Nota: Este artículo refleja la opinión del autor, con base en evidencia científica de los informes “Global Energy Review 2025” de la AIE y “State of the Climate 2024” del C3S.

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