Por Wens Silvestre
Nuestro
país atraviesa un momento crítico. No es una crisis más en la larga sucesión de
inestabilidades que nos han marcado como país. Es una fractura profunda, un
desgobierno estructural, una violencia que se ha vuelto sistemática,
normalizada, aceptada por omisión. Una nación que se desangra en silencio
mientras los políticos -los del Ejecutivo y una mayoría del Congreso- observan
desde su burbuja de privilegios, más preocupados por blindar su poder que por
defender la vida, la justicia o la esperanza de los peruanos.
La muerte de 13 trabajadores mineros en Pataz no es una anécdota. Es el síntoma más desgarrador de un Estado que ha cedido su autoridad a las mafias. Secuestrados, asesinados, enterrados en el silencio oficial. El premier Gustavo Adrianzén, lejos de liderar una respuesta decidida, deslizó inicialmente que “no tenía noticia de que el suceso fuera veraz”. ¿Qué mayor prueba de la bancarrota de nuestro sistema de inteligencia? ¿Cómo puede un jefe de gabinete que ignora una masacre nacional seguir en su cargo?
Y
mientras tanto, el crimen organizado se fortalece. Las bandas vinculadas a la
minería ilegal controlan territorios, financian sicariato, corrompen
autoridades locales y extienden sus redes con absoluta impunidad. El REINFO -un
registro creado para formalizar la pequeña minería- se ha convertido en una
herramienta para el blanqueo de actividades ilícitas. Una mayoría del
Parlamento, lejos de enmendar este desastre, aprobaron en diciembre de 2024 una
nueva ampliación del proceso, cediendo una vez más al chantaje de los intereses
ilegales disfrazados de “formalización”.
Desde
marzo, el gobierno de Dina Boluarte ha acumulado una cadena de escándalos,
mentiras y fracasos. El premier Adrianzén mintió descaradamente al Congreso al
afirmar que Petroperú se encontraba en vías de recuperación, cuando ya se
conocían -aunque no públicamente- las pérdidas por más de US$111 millones en el
primer trimestre de 2025. ¿Dónde quedó la transparencia? ¿Qué valor tiene la
palabra de un funcionario que falsea cifras frente al Parlamento?
Tampoco
es menor la propuesta de obligar a los medios a transmitir propaganda oficial
durante estados de emergencia. El ministro de Justicia, Eduardo Arana, sugirió
modificar la Ley de Radio y Televisión para que los canales cumplan con “una
franja informativa” del Ejecutivo. ¿Esto en un país donde la libertad de prensa
ha sido clave para destapar escándalos de corrupción e ineficiencia? Esta
pretensión es, sin duda, un atentado contra la democracia liberal.
El Congreso: un reflejo deformado de la
ciudadanía
Por
su parte, el Parlamento no es menos culpable. Con 2% de aprobación, ha
alcanzado mínimos históricos, y no por azar. La desconexión con la ciudadanía
es total. Los discursos incendiarios, las alianzas hipócritas con el gobierno,
el encubrimiento sistemático de ministros incompetentes o cuestionados, revelan
una institución vaciada de propósito. No representan a nadie más que a sí
mismos.
Mientras
tanto, el país sangra. La inseguridad ha llegado a niveles nunca antes vistos.
Extorsiones, homicidios, toques de queda, zonas enteras controladas por mafias.
En vez de presentar reformas estructurales, los poderes del Estado responden
con medidas efectistas, declaraciones vacías y una inercia que ofende.
El
pueblo, cansado, observa. Marcha. Grita. Pide cambios. Pero nadie escucha. Los
gobernantes han optado por la indiferencia, una forma de violencia simbólica
que es aún más dolorosa: la de saberse ignorado por quienes juraron defender la
patria. Este desgobierno es más que una mala gestión. Es la negación del
contrato social. Es el triunfo del cinismo sobre la ética. Es la política
reducida al cálculo de la supervivencia en el poder.
Una
salida
Desde
una perspectiva republicana, el país necesita recuperar el Estado. No uno
burocrático e ineficiente, sino uno meritocrático, transparente, con límites al
poder y con capacidad de proteger derechos y vidas. Se requiere una reforma
política profunda, que elimine el caudillismo y la informalidad partidaria; una
reforma del Estado, que recupere la eficiencia sin ceder a la captura
corporativa; y un nuevo pacto social, que devuelva a la ciudadanía su voz.
Hoy
el Perú no se descompone por falta de leyes, sino por la ausencia de virtudes
cívicas. No es la pobreza lo que nos destruye, sino el oportunismo, la cobardía
y la mentira institucionalizada.
Censurar
al premier es solo un primer paso. Lo que se necesita es un verdadero acto de
reparación: rescatar la política del fango en el que ha sido arrojada y
devolverla a su noble propósito de servir al bien común. Porque si no se actúa
ahora, el Perú no será solo un país fallido: será una promesa traicionada.
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