Por Wens Silvestre
A
un año de las elecciones generales del 2026, el Perú se enfrenta a una
encrucijada política, económica e institucional que pondrá a prueba no solo la
solidez de su democracia, sino también la madurez de su clase política y su
ciudadanía. Según el Jurado Nacional de Elecciones, 41 partidos políticos están
actualmente inscritos y habilitados para participar, mientras que otras 32
agrupaciones están en proceso de inscripción. Esta cifra refleja no una
vitalidad democrática, sino más bien una preocupante fragmentación del sistema
político.
El
proceso será particularmente trascendental, ya que, además de elegir a un nuevo
presidente y renovar el Congreso, se restablecerá el Senado después de 35 años,
con la elección de 60 senadores y 130 diputados. No obstante, el contexto en el
que se celebrarán estos comicios es profundamente adverso: crisis de seguridad,
corrupción estructural, ineficiencia del Estado, pobreza estancada y
desconfianza generalizada en las instituciones.
Una
encuesta reciente del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) revela que el
Congreso solo cuenta con 2% de aprobación ciudadana, mientras que la presidenta
Dina Boluarte alcanza apenas un 4%. Esta desaprobación histórica se explica, en
gran medida, por una gestión pública que no responde a las expectativas
ciudadanas, a pesar del notable crecimiento del presupuesto público en las
últimas dos décadas.
Una
revisión de la estructura del gasto revela un patrón preocupante: el
crecimiento del presupuesto ha estado fuertemente concentrado en remuneraciones
y pagos previsionales. En 2008, el gasto en personal, pensiones y servicios de
terceros sumaba S/ 28.5 mil millones (40.2% del presupuesto). Para 2025, esta
cifra asciende a S/ 114.1 mil millones (45.3% del PIA), y un crecimiento nominal
de 400%. No obstante, la calidad de los servicios en salud, educación, justicia
y seguridad sigue siendo deficiente. En otras palabras, el Estado se ha
convertido en una maquinaria costosa que no entrega resultados tangibles.
Estos indicadores son sintomáticos de un Estado capturado por intereses particulares, donde la meritocracia ha sido desplazada por el amiguismo, el clientelismo y el reparto de cuotas de poder. La proliferación de partidos sin democracia interna —estructurados alrededor de caudillos eternos— ha bloqueado la posibilidad de construir verdaderas coaliciones programáticas. El Congreso actual y buena parte del Ejecutivo han sido incapaces de responder a la crisis estructural que atraviesa el país.
Más
allá de los números, lo que está en juego en el 2026 es el futuro de nuestra
institucionalidad. Se requiere una reforma del Estado que priorice la
eficiencia, la transparencia y la rendición de cuentas, con énfasis en la
recuperación de la meritocracia como principio rector del servicio público. Sin
este cambio estructural, el país seguirá atrapado en un ciclo de gasto
improductivo, descontento social y parálisis institucional.
El
reto es también ciudadano. Los electores deben informarse y elegir con
criterio, superando la tentación de los discursos populistas y desconfiando de
partidos que no practican lo que predican. Solo una ciudadanía activa, exigente
y crítica podrá empujar los cambios que el país necesita.
El 2026 puede ser un punto de inflexión. Pero para que lo sea, debemos dejar de premiar la improvisación y el oportunismo. El Perú no necesita más gasto, necesita mejor gestión. Y eso solo será posible con una verdadera voluntad de reforma y una renovación ética de su clase dirigente.
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