Por: Wens Silvestre
Nuestro país enfrenta una crisis
social y económica que parece tener raíces profundas en su historia. Desde la
época virreinal, el país ha estado marcado por un mestizaje que, lejos de ser
una simple mezcla cultural, ha servido para perpetuar las desigualdades y
consolidar estructuras de poder que aún persisten. Esta herencia colonial ha
dejado una huella indeleble en la gestión del Estado y en las prácticas
cotidianas de los peruanos.
El Estado peruano, concebido para proteger las libertades individuales y asegurar el bienestar común a través de la división de poderes, ha fallado en su misión. Aunque la Constitución ha sido enmendada en numerosas ocasiones, el funcionamiento del Estado sigue siendo deficiente. En lugar de servir a la ciudadanía, muchos funcionarios públicos utilizan sus posiciones para perseguir fines personales y de grupo. Esta realidad se observa en todas las organizaciones que conforman el aparato estatal.
Un ejemplo claro es el de los servidores públicos en unidades orgánicas de logística que se coluden con proveedores "amigos", ignorando las leyes y reglamentos de contratación para su propio beneficio. Este tipo de actos no solo dañan a la entidad estatal, sino a la sociedad en su conjunto. La frase común entre los funcionarios, "si no es tu dinero, qué te importa", refleja una actitud de indiferencia hacia el uso de los recursos públicos.
El resultado de esta gestión ineficiente es evidente: en los últimos 20 años, el presupuesto del Estado se ha quintuplicado, pero la calidad de los servicios ha disminuido. Los ciudadanos, quienes deberían beneficiarse de estos recursos, ven cómo su calidad de vida no mejora mientras los funcionarios engordan sus arcas. Esta situación genera una constante crisis política, exacerbada por la corrupción que afecta a todos los niveles del gobierno.
Desde la década de 1990 hasta 2024, todos los presidentes peruanos han sido procesados o están siendo procesados por corrupción, al igual que numerosos congresistas, jueces y fiscales. La incapacidad de reflexión y la cultura del negacionismo han permitido que los corruptos eludan la justicia, perpetuando un ciclo de impunidad. Los ciudadanos, por su parte, parecen incapaces de reflexionar y elegir a líderes menos propensos a la corrupción.
Para romper este círculo vicioso, es necesario que desarrollemos una capacidad de autocrítica y reflexión sincera sobre el daño causado por la corrupción. Más allá del color político, los ciudadanos tienen la obligación de cuestionar y criticar la mala gestión de sus autoridades. Asimismo, los funcionarios públicos deben autoevaluar su desempeño y, si no están preparados para sus roles, renunciar para evitar dañar aún más a la sociedad.
La mediocridad y la testarudez de los políticos actuales han silenciado la indignación ciudadana. Sin embargo, aún hay esperanza. La clave para un Perú mejor radica en ciudadanos reflexivos y autocríticos que rescaten la indignación del silencio cómplice y ejerzan su derecho al voto de manera razonable y reflexiva.
En un país donde el crecimiento económico ha sido notable en las últimas décadas, pero la desigualdad y la corrupción siguen siendo barreras significativas, el desarrollo sostenible requiere una reforma profunda. Es fundamental implementar políticas efectivas que promuevan y fortalezcan no solo las capacidades y ética de los trabajadores al servicio del Estado, sino la transparencia, la rendición de cuentas y la participación ciudadana. Solo así se podrá construir un futuro más justo y próspero para todos los peruanos.
Nuestro país tiene la oportunidad de
cambiar su rumbo. Con ciudadanos comprometidos y un liderazgo político íntegro,
el país puede superar sus retos históricos y avanzar hacia un desarrollo
sostenible que beneficie a todos sus habitantes. El camino es largo y arduo,
pero al final siempre hay una luz de esperanza para quienes estamos dispuestos
a luchar por un futuro mejor.
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