Por: Wens Silvestre
El Congreso ha aprobado este 14 de agosto, en segunda votación, la Ley que promueve la transformación productiva, competitiva y sostenible del sector agrario, con protección social hacia la agricultura moderna. Con ello, se inaugura un nuevo capítulo en la historia de los incentivos tributarios al agro peruano, que ya acumulan más de dos décadas de vigencia. La pregunta es inevitable: ¿estamos frente a una política de desarrollo bien enfocada o ante la reedición de un beneficio concentrado que se paga con recursos de todos?
Para
empezar, el corazón de la norma es la reducción del Impuesto a la Renta al 15 %
para las empresas agrarias hasta 2035, así como una escala reducida para
pequeños productores. Además, se mantienen incentivos como la depreciación
acelerada para obras de riego, la recuperación anticipada del IGV, la deducción
especial por compras a pequeños productores y el drawback. Sobre el papel, se
plantea un esquema progresivo: alivios más intensos para unidades pequeñas y
medianas, y una tasa preferencial amplia para el resto del sector. El discurso
oficial lo presenta como una fórmula para atraer inversiones, generar empleo
formal y fomentar prácticas sostenibles.
Sin
embargo, el Ministerio de Economía y Finanzas ha estimado que este paquete
tributario podría costar entre S/ 1,850 y S/ 2,000 millones anuales —más de S/
20,000 millones en la década—. La evidencia recogida en estudios oficiales
muestra que menos del 0,2 % de las unidades productivas agrarias concentra la
mayoría de estos beneficios, lo que significa que buena parte del gasto
tributario se dirige a un puñado de empresas agroexportadoras ya consolidadas.
No se trata de cuestionar a la agroexportación como motor económico, pues sería
desconocer su contribución a la diversificación exportadora y a la inversión
privada, sino de llamar la atención sobre la forma en que se distribuyen los
recursos fiscales. Un incentivo mal focalizado termina premiando inversiones
que probablemente se habrían realizado igual, lo que en economía se llama
“windfall”: gasto público sin efecto adicional significativo.
De
esta manera, el país enfrenta un dilema fiscal y una oportunidad perdida. Perú
tiene demandas crecientes en salud, educación, seguridad ciudadana y adaptación
al cambio climático, con un margen presupuestal cada vez más estrecho. Mantener
por diez años un régimen tributario preferente tan amplio para un sector que ya
goza de ventajas competitivas es, como mínimo, discutible desde la perspectiva
de responsabilidad fiscal. La oportunidad estaba en rediseñar el beneficio para
que funcione como incentivo condicional: que la tasa reducida se otorgue solo a
quienes demuestren inversión nueva y comprobable, generación neta de empleo
formal, encadenamientos reales con la agricultura familiar y mejoras
verificables en productividad hídrica y sostenibilidad ambiental.
Además,
la ley introduce disposiciones que pueden abrir la puerta a la transacción de
excedentes de agua sin una regulación eficaz de la Autoridad Nacional del Agua.
Ello tensiona el principio de que el recurso hídrico es patrimonio de la Nación
y debe ser gestionado de forma equitativa y sostenible. Sin un marco claro,
podríamos estar ante una privatización encubierta de un bien público crítico.
Por
todo lo anterior, lo aprobado no está escrito en piedra: el reglamento de la
ley será la última trinchera para corregir omisiones y cerrar vacíos. Allí
debería incorporarse un sistema de evaluación intermedia en 2029-2030,
cláusulas de caducidad y mecanismos de transparencia que permitan conocer,
empresa por empresa, cuánto recibe y qué resultados genera.
En
definitiva, la nueva Ley Agraria podía haber sido el vehículo para transitar de
un beneficio tributario generalizado a un verdadero instrumento de desarrollo
inclusivo, fiscalmente sostenible y ambientalmente responsable. En lugar de
ello, corre el riesgo de convertirse en un incentivo con apellido, que asegura
rentabilidad a unos pocos y deja la factura al conjunto de los contribuyentes.
Si el objetivo es que el agro moderno sea también un agro justo, la discusión
no termina hoy: recién empieza, y se jugará en el terreno del reglamento, la
fiscalización y la capacidad del Estado de hacer que cada sol de incentivo se
traduzca en productividad, empleo digno y sostenibilidad.
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