jueves, 14 de agosto de 2025

Nueva Ley Agraria: inversión con apellido y factura al erario

 Por: Wens Silvestre

El Congreso ha aprobado este 14 de agosto, en segunda votación, la Ley que promueve la transformación productiva, competitiva y sostenible del sector agrario, con protección social hacia la agricultura moderna. Con ello, se inaugura un nuevo capítulo en la historia de los incentivos tributarios al agro peruano, que ya acumulan más de dos décadas de vigencia. La pregunta es inevitable: ¿estamos frente a una política de desarrollo bien enfocada o ante la reedición de un beneficio concentrado que se paga con recursos de todos?


Para empezar, el corazón de la norma es la reducción del Impuesto a la Renta al 15 % para las empresas agrarias hasta 2035, así como una escala reducida para pequeños productores. Además, se mantienen incentivos como la depreciación acelerada para obras de riego, la recuperación anticipada del IGV, la deducción especial por compras a pequeños productores y el drawback. Sobre el papel, se plantea un esquema progresivo: alivios más intensos para unidades pequeñas y medianas, y una tasa preferencial amplia para el resto del sector. El discurso oficial lo presenta como una fórmula para atraer inversiones, generar empleo formal y fomentar prácticas sostenibles.

Sin embargo, el Ministerio de Economía y Finanzas ha estimado que este paquete tributario podría costar entre S/ 1,850 y S/ 2,000 millones anuales —más de S/ 20,000 millones en la década—. La evidencia recogida en estudios oficiales muestra que menos del 0,2 % de las unidades productivas agrarias concentra la mayoría de estos beneficios, lo que significa que buena parte del gasto tributario se dirige a un puñado de empresas agroexportadoras ya consolidadas. No se trata de cuestionar a la agroexportación como motor económico, pues sería desconocer su contribución a la diversificación exportadora y a la inversión privada, sino de llamar la atención sobre la forma en que se distribuyen los recursos fiscales. Un incentivo mal focalizado termina premiando inversiones que probablemente se habrían realizado igual, lo que en economía se llama “windfall”: gasto público sin efecto adicional significativo.

De esta manera, el país enfrenta un dilema fiscal y una oportunidad perdida. Perú tiene demandas crecientes en salud, educación, seguridad ciudadana y adaptación al cambio climático, con un margen presupuestal cada vez más estrecho. Mantener por diez años un régimen tributario preferente tan amplio para un sector que ya goza de ventajas competitivas es, como mínimo, discutible desde la perspectiva de responsabilidad fiscal. La oportunidad estaba en rediseñar el beneficio para que funcione como incentivo condicional: que la tasa reducida se otorgue solo a quienes demuestren inversión nueva y comprobable, generación neta de empleo formal, encadenamientos reales con la agricultura familiar y mejoras verificables en productividad hídrica y sostenibilidad ambiental.

Además, la ley introduce disposiciones que pueden abrir la puerta a la transacción de excedentes de agua sin una regulación eficaz de la Autoridad Nacional del Agua. Ello tensiona el principio de que el recurso hídrico es patrimonio de la Nación y debe ser gestionado de forma equitativa y sostenible. Sin un marco claro, podríamos estar ante una privatización encubierta de un bien público crítico.

Por todo lo anterior, lo aprobado no está escrito en piedra: el reglamento de la ley será la última trinchera para corregir omisiones y cerrar vacíos. Allí debería incorporarse un sistema de evaluación intermedia en 2029-2030, cláusulas de caducidad y mecanismos de transparencia que permitan conocer, empresa por empresa, cuánto recibe y qué resultados genera.

En definitiva, la nueva Ley Agraria podía haber sido el vehículo para transitar de un beneficio tributario generalizado a un verdadero instrumento de desarrollo inclusivo, fiscalmente sostenible y ambientalmente responsable. En lugar de ello, corre el riesgo de convertirse en un incentivo con apellido, que asegura rentabilidad a unos pocos y deja la factura al conjunto de los contribuyentes. Si el objetivo es que el agro moderno sea también un agro justo, la discusión no termina hoy: recién empieza, y se jugará en el terreno del reglamento, la fiscalización y la capacidad del Estado de hacer que cada sol de incentivo se traduzca en productividad, empleo digno y sostenibilidad.

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