Hubo un tiempo en que vivió un gran guerrero. Lo consideraban un maestro y, pese a su edad muy avanzada, todavía era capaz de derrotar a cualquier oponente que se presentara. Su fama se extendía a lo largo y a lo ancho de su tierra, y muchos estudiantes se juntaban para aprender de él.
Un día, un guerrero infame llegó al pueblo. Estaba decidido a ser el primero que derrotara al gran maestro. Además de su fuerza, este guerrero poseía una inusual capacidad para detectar y explotar cualquier debilidad de su oponente. Esperaba a que su rival hiciera el primer movimiento, que revelaría una debilidad, y entonces golpeaba sin piedad, con fuerza y velocidad descomunal. Nadie había durando más allá de ese primer movimiento con él.
Contra la fuerte oposición de sus preocupados estudiante, el viejo guerrero aceptó de buen grado el desafío del joven. Cuando se hubieron cuadrado para iniciar la batalla, el joven guerrero comenzó a proferir insultos dirigidos al viejo maestro. Arrojó tierra y escupió en la cara de este. Durante horas lo atacó verbalmente con todos los insultos y maldiciones concebibles para un ser humano. El viejo guerrero, sin embargo, solo atinó a permanecer en su lugar, inmóvil y en perfecta calma. Finalmente, el joven se agotó de su combate. Sabiéndose derrotado, se retiró avergonzado.
Los estudiante rodearon al viejo maestro y lo interrogaron.
-¿Cómo pudiste soportar semejante afrenta? ¿Cómo hiciste para que el guerrero abandonara la lucha?
-Si alguien viene a darte un regalo y no se lo aceptas -respondió el maestro-, ¿a quién pertenece el regalo?.
De: Enseñanza Zen.
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